domingo, abril 24, 2005
La Teoría de las Zapatillas
Cuando pendejo siempre sentí fascinación por los límites. En la carretera, mientras viajábamos a la playa, llevaba la cara pegada al vidrio, mirando los letreros que anunciaban el comienzo de una nueva ciudad o región. Pero lo obsesivo estaba en saber en lugar exacto del cambio. Después llegaba a mirar el atlas y los mapas, y me entusiasmaba la idea de ver una línea divisoria y saber que yo había estado ahí, en el límite de una cosa con otra.
Creo que tenía 7 años, cuando en clase de Ciencias Sociales, vi por primera vez una línea de tiempo, con ilustraciones que representaban cada época de la historia del hombre. Y siempre la cruz al medio de esa línea, y los años antes y después.
Recuerdo también al medir mi altura, los ojos justo frente a los 120 centímetros, sin zapatos. Y que cuando miraba hacia arriba, veía bastante lejos los 175 que tengo ahora.
Mi abuela me habló del año 2000 y el Apocalipsis. Me hablo del 73, y de un mundo que me parecía militar. Mi abuela me habló de todo. Recuerdo haber dormido muchos años en su pieza cuando niño y siempre su radio estaba encendida. En las noches, yo intentaba dormir pero escuchaba un radio teatro de terror que estimulaba más mi cabeza y mis miedos.
Recuerdo la línea del tren en el sur. Y me veo agachado con la oreja en el riel, pensando que ese metal era tan largo como para llegar a Santiago, y era tan exacto como para seguirlo y no perderse.
Recuerdo los vía crucis en semana santa, desde la parroquia de mi barrio. Subir al metro con mi viejo y llegar de un extremo al otro de la línea uno. Recuerdo los partidos de fútbol en el parque, que siempre se tenían que acabar porque ya la pelota no se veía. Y hoy me da mucha rabia no haber sabido cual iba a ser el último partido con mis amigos del barrio. Recuerdo haber llorado mucho imaginando la muerte de mis padres y mi abuela.
No me dejaban jugar ni ver tele de noche.
Hoy sé que dejé de ser niño cuando comenzaron a gustarme las niñas.
Podría detallar tantas imágenes frescas de lo que fui.
Pero en algún momento, yo dejé de tener recuerdos conscientes. Yo quise acelerarlo todo y olvide despedirme o guardar algo para mi. Sólo tengo lo que mi madre quiso guardar de todo eso y me da rabia no haber guardado la última pelota del último partido.
En algún maldito momento deje de vivir hoy y lentamente también comencé a vivir pensando en mañana. De ahí en adelante, solo sé de tropiezos. Un pendejo solo se viste con zapatillas porque eso es lo único que le importa. El resto es sólo ropa.
Pero los tropiezos llegaron con las modas, las ondas y las ganas de tener 15, 18 o 21. Yo no sé que ha pasado desde ese último partido de fútbol en el parque. Han sido casi 15 años inciertos donde mis recuerdos sólo son miedos.
Yo no tengo recuerdos físicos de mi infancia. Sólo las cicatrices en las rodillas. No tengo fotos de mis amiguitos. No guarde esa pelota maldita.
Como todo bastardo que se precie, tengo llena la pieza de esa mierda inconsistente de recuerdos de adolescente. Pedazos de momentos, millones de principios inconclusos. Tengo fotos de otros bastardos que nunca fueron amigos. Estuve con minas que nunca recuerdo y gasté tanto de todo para aparentar ser el mejor de los bastardos.
En algún momento pensé que esa mierda incolora se acababa. Sentí más coherencia en la cabeza, pero llené la pieza con afiches con mi nombre. Mi corazón se sacudió al punto de sentir amor, pero me creí astuto eludiendo sus penas, engañándolo con alcohol o serviciales cardiólogas.
Llevo casi 12 horas sentado recordando que ha pasado hasta hoy. Hay muchas cosas que no he dicho, no por falta de importancia. Pero lo más importante que puedo decir, es que hoy estoy saliendo de una ciudad confusa e hiriente. Voy por la carretera y veo un gran letrero verde anunciando otra ciudad. Llevo la cara pegada al vidrio, dispuesto a no perderme ningún detalle del límite. O voy en el vagón sintiendo los frenos del tren, oliendo el nuevo pueblo antes de parar. Y al igual que ese pendejo que jugaba con los límites, veo mi línea de tiempo un poco más clara hacia atrás. Yo también inventé el fuego y la rueda. Miro hacia delante y no veo nada. Pero sé que debo colocar algo en este punto.
Aún duermo con la radio prendida y casi todos los días cruzo el mismo puente y el mismo parque donde algún día jugué por última vez. Siempre este ha sido mi barrio.
No sé porque estoy haciendo esto, pero parece necesario. Yo no sé cuando será la última vez que nos veamos o hablemos. Tampoco conozco el momento en que la distancia que existe entre nosotros se hará tan grande que nos atemorizará acortarla. Pero sé que aún tengo tiempo de decirte que no me olvides y que me perdones.
Ahora debo colocar algo bajo mis zapatillas. Y tengo tallada una cruz bonita y lo suficientemente notoria como para clavarla en mi línea, en mi historia. Como un límite que marque en forma satelital mi corazón.
Creo que tenía 7 años, cuando en clase de Ciencias Sociales, vi por primera vez una línea de tiempo, con ilustraciones que representaban cada época de la historia del hombre. Y siempre la cruz al medio de esa línea, y los años antes y después.
Recuerdo también al medir mi altura, los ojos justo frente a los 120 centímetros, sin zapatos. Y que cuando miraba hacia arriba, veía bastante lejos los 175 que tengo ahora.
Mi abuela me habló del año 2000 y el Apocalipsis. Me hablo del 73, y de un mundo que me parecía militar. Mi abuela me habló de todo. Recuerdo haber dormido muchos años en su pieza cuando niño y siempre su radio estaba encendida. En las noches, yo intentaba dormir pero escuchaba un radio teatro de terror que estimulaba más mi cabeza y mis miedos.
Recuerdo la línea del tren en el sur. Y me veo agachado con la oreja en el riel, pensando que ese metal era tan largo como para llegar a Santiago, y era tan exacto como para seguirlo y no perderse.
Recuerdo los vía crucis en semana santa, desde la parroquia de mi barrio. Subir al metro con mi viejo y llegar de un extremo al otro de la línea uno. Recuerdo los partidos de fútbol en el parque, que siempre se tenían que acabar porque ya la pelota no se veía. Y hoy me da mucha rabia no haber sabido cual iba a ser el último partido con mis amigos del barrio. Recuerdo haber llorado mucho imaginando la muerte de mis padres y mi abuela.
No me dejaban jugar ni ver tele de noche.
Hoy sé que dejé de ser niño cuando comenzaron a gustarme las niñas.
Podría detallar tantas imágenes frescas de lo que fui.
Pero en algún momento, yo dejé de tener recuerdos conscientes. Yo quise acelerarlo todo y olvide despedirme o guardar algo para mi. Sólo tengo lo que mi madre quiso guardar de todo eso y me da rabia no haber guardado la última pelota del último partido.
En algún maldito momento deje de vivir hoy y lentamente también comencé a vivir pensando en mañana. De ahí en adelante, solo sé de tropiezos. Un pendejo solo se viste con zapatillas porque eso es lo único que le importa. El resto es sólo ropa.
Pero los tropiezos llegaron con las modas, las ondas y las ganas de tener 15, 18 o 21. Yo no sé que ha pasado desde ese último partido de fútbol en el parque. Han sido casi 15 años inciertos donde mis recuerdos sólo son miedos.
Yo no tengo recuerdos físicos de mi infancia. Sólo las cicatrices en las rodillas. No tengo fotos de mis amiguitos. No guarde esa pelota maldita.
Como todo bastardo que se precie, tengo llena la pieza de esa mierda inconsistente de recuerdos de adolescente. Pedazos de momentos, millones de principios inconclusos. Tengo fotos de otros bastardos que nunca fueron amigos. Estuve con minas que nunca recuerdo y gasté tanto de todo para aparentar ser el mejor de los bastardos.
En algún momento pensé que esa mierda incolora se acababa. Sentí más coherencia en la cabeza, pero llené la pieza con afiches con mi nombre. Mi corazón se sacudió al punto de sentir amor, pero me creí astuto eludiendo sus penas, engañándolo con alcohol o serviciales cardiólogas.
Llevo casi 12 horas sentado recordando que ha pasado hasta hoy. Hay muchas cosas que no he dicho, no por falta de importancia. Pero lo más importante que puedo decir, es que hoy estoy saliendo de una ciudad confusa e hiriente. Voy por la carretera y veo un gran letrero verde anunciando otra ciudad. Llevo la cara pegada al vidrio, dispuesto a no perderme ningún detalle del límite. O voy en el vagón sintiendo los frenos del tren, oliendo el nuevo pueblo antes de parar. Y al igual que ese pendejo que jugaba con los límites, veo mi línea de tiempo un poco más clara hacia atrás. Yo también inventé el fuego y la rueda. Miro hacia delante y no veo nada. Pero sé que debo colocar algo en este punto.
Aún duermo con la radio prendida y casi todos los días cruzo el mismo puente y el mismo parque donde algún día jugué por última vez. Siempre este ha sido mi barrio.
No sé porque estoy haciendo esto, pero parece necesario. Yo no sé cuando será la última vez que nos veamos o hablemos. Tampoco conozco el momento en que la distancia que existe entre nosotros se hará tan grande que nos atemorizará acortarla. Pero sé que aún tengo tiempo de decirte que no me olvides y que me perdones.
Ahora debo colocar algo bajo mis zapatillas. Y tengo tallada una cruz bonita y lo suficientemente notoria como para clavarla en mi línea, en mi historia. Como un límite que marque en forma satelital mi corazón.